(Traducido por Luz Rodriguez, con Daniel M. Dayley.)
A principios de agosto volé de Tokio a Hong Kong para asistir a la boda de un amigo. Ya se puede realizar este viaje de cuatro horas por 100 dólares estadounidenses en cada sentido, por cortesía de una cantidad creciente de compañías aéreas baratas que enlazan docenas de megaciudades de Asia oriental. Me lancé al vuelo más barato que pude encontrar y que salía de Tokio a las 06:20 de la mañana.
Quizás porque el autobús en el que viajé por las calles silenciosas a esa hora tan temprana iba completamente vacío, cuando entré a poco después de las 04:00 en el nuevo edificio de la terminal internacional, abierto las 24 horas del día, me desorientó descubrir un centro comercial extenso, libre de impuestos, con personal que atendía todos los mostradores y rebosando de clientes extranjeros que hacían compras de última hora a base de bolsos de lujo, perfume y asientos calientes para retretes.
Si la industria turística se suele girar en torno a la mercantilización y el consumo de lugares de diferencia exótica —locales extraños de características culturales, culinarias, lingüísticas y físicas que son exóticas— los viajes internacionales se hallan impulsados cada vez más por el deseo opuesto: pasar el tiempo en “no-sitios” sin distinción cultural ni social, los aeropuertos y centros comerciales llenos de marcas globales famosas y donde se habla el lenguaje universal del dinero. Estos espacios puramente económicos le producen a uno la sensación nebulosa de estar en casa, lejos y en ningún sitio, todo a la vez.
El centro comercial del aeropuerto, abierto toda la noche, es sólo la punta del iceberg de un fenómeno que se produce en toda la ciudad: no hay más que recorrer caminando la avenida principal del distrito comercial de Ginza, a través de multitudes de consumidores extranjeros que descienden de autobuses turísticos frente a las tiendas y almacenes de electrónica más deslumbrantes, para confirmar que nuevas pautas frenéticas de consumo trasnacional están transformando Tokio —igual que Hong Kong, Singapur, Londres y Nueva York— a pasos agigantados.
La cantidad de visitantes chinos en Japón, animados por un yen débil, se ha duplicado con creces el año pasado, y cientos de vuelos semanales nuevos están enlazando ambos países. Como la población japonesa está en franco declive, el gobierno cuenta ahora con los turistas ricos para que jueguen un papel destacado a la hora de estimular el consumo y el crecimiento.
Como se encuentra por doquier, a menudo damos por supuesto que el consumo es el estado natural de la vida urbana. En una callejuela pequeña, a unos pocos metros de la avenida principal de Ginza, detrás de un sala de exposiciones forrada de mármol en la que se ofrecen cosméticos de lujo y una tienda europea de bolsos, hay un recordatorio diminuto de la sociedad anterior al consumo.
Konparu-yu es una de las casas de baños públicos (sento) más antiguas de Tokio y se ha reconstruido varias veces en el mismo sitio desde 1863, cuando la ciudad era aún Edo, la capital feudal del país. Milagrosamente ha sobrevivido a la modernización, los terremotos, los bombardeos y la especulación desbocada de la propiedad en los años ochenta que convirtió a este vecindario en el territorio más absolutamente caro del planeta Tierra. Un rótulo azul con el símbolo ♨︎ de una casa de baños alerta a los transeúntes del oasis que se encuentra tras la cortina noren tradicional bajando a un vestíbulo sin características particulares.
Dentro se sienta una abuela de ochenta años frente a un mostrador llamado bandai, desde el que puede ver los vestuarios de hombres y mujeres; cobra los 460 yen ($4) de entrada a los clientes con una inclinación de cabeza y una sonrisa. Sus gestos son cordiales y acogedores al saludar por igual a las caras conocidas y las nuevas. En este espacio compartido los vecinos y los desconocidos se reúnen no para trabajar ni consumir, sino para realizar juntos una de las tareas elementales de la vida cotidiana común.
A principios del año empecé a visitar las casas de baño y me siento atraído una y otra vez hacia la comodidad excepcional que encuentro en la casa de baño como espacio intermedio—más íntimo que el anonimato y la alienación de la mayoría de los espacios públicos pero más abierto y fluido que los espacios privados. Cuando uno vive solo en casa a diario o rodeado de decenas de miles de personas en la calle y en los trenes, raramente encuentra la posibilidad de comunicarse verdaderamente con los demás o de vislumbrar siquiera su humanidad.
Muchas veces los encuentros con otros usuarios me permiten comprender mejor las vidas vividas en maneras profundamente locales, distantes de la cultura digital y del consumismo de extensión global al que se ha acostumbrado mi generación. Hace poco tiempo estuve charlando con un hombre mayor, en buena forma física, mientras nos bañábamos y no pude evitar preguntarle por el bulto del tamaño de una papa que tenía en el hombro. Sonrió mientras lo meneaba hacia delante y hacia atrás y me dijo que era tejido muscular que se había formado después de pasar toda una vida cargando el mikoshi o altar portátil en los festivales que se celebraban en el centro de culto cercano, de unos cuatrocientos años de antigüedad, antes de empezar a contarme historias de su infancia en Tokio.
No se puede encontrar este tipo de interacciones fortuitas en muchos otros sitios de una ciudad moderna. Incluso los días en que me limito a sentarme en la bañera y a centrarme en las sensaciones físicas o los pensamientos en la cabeza, el simple hecho de colocar el cuerpo en un espacio intermedio me ofrece un respiro frente al bombardeo sensorial de la ciudad comercial que existe fuera o el aislamiento del tiempo que paso completamente solo. Ambos extremos nos aíslan de los demás y me he dado cuenta que también nos aíslan de nosotros; nos privan de algo fundamental para nuestra humanidad como criaturas sociales que siempre han pasado tiempo en comunidades cercanas.
Los sento fueron en su día una pieza ubicua del tejido urbano de Tokio cuyas raíces se remontan al siglo XVII. Había 3.000 por toda la ciudad en los años cumbre de la posguerra. Anclaban todas las calles comerciales de todos los barrios y servían a gran parte de la población en una época en que la ciudad se estaba recuperando aún de la guerra y poca gente podía permitirse el lujo de tener un baño privado. No resultaba raro que una casa de baños pequeña tuviera dos mil o tres mil clientes al día.
Hoy quedan menos de 660 sento en la ciudad y 127 han desaparecido sólo en los últimos cuatro años. Mi casa de baños preferida, Tsuki no Yu, cerró en el mes de mayo después de 88 años. Quizás era el mejor ejemplo que quedaba de la arquitectura de casas de baño anteriores a la guerra en todo Japón, con techos elevados de madera, diseños sofisticados de azulejos, un cuadro vívido del monte Fuji sobre el baño y un porche y jardín exterior en el que se podía tomar un vaso de leche mientras se enfriaba el cuerpo. Entrar allí era como regresar a la vida de 50 años antes. Oí contar que también era la única casa de baños de Tokio que todavía carecía de taquillas para las pertenencias de los clientes, sólo había cestos de mimbre, una señal de la confianza que entrelaza las comunidades y la economía locales.
Quedó allanada en julio pese a los esfuerzos enérgicos de conservación para dar paso a viviendas privadas. Cuatro de las once casas de baño de mi barrio han cerrado sus puertas en los últimos dos años. La ciudad en la que viven mis vecinos se siente claramente más distante.
Son múltiples las causas del declive abrupto de los sento: hoy la mayoría de las casas de baño sólo ven al día unos pocos centenares de clientes, ancianos sobre todo, y además tienen que enfrentarse a la jubilación de sus ancianos propietarios, a las instalaciones que necesitan reparaciones costosas, a la presión de la reconstrucción y a la proliferación casi universal de los baños privados.
Sin embargo, ante todo, los sento han sido víctimas del cambio básico desde una economía local a una global y al crecimiento correspondiente de los valores individuales frente a los comunitarios.
El comentarista social Katsumi Hirakawa plantea en un libro titulado Abandonar el consumismo: el caso de la economía sento (shohi wo yameru! sento keizai no susume), publicado en 2014, que el paso hacia la globalización y los mercados sin regulación a partir de los años ochenta ha conducido al declive de las economías locales que los sento representan y de que dependen.
En muchos sentidos, los sento son un ejemplo perfecto de una economía local sostenible: la mayoría de los clientes llega caminando, suelen sacar agua de los pozos y muchos utilizaban históricamente restos de madera procedentes de las constantes demoliciones que se producían en Edo y Tokio para encender las calderas respectivas. En el interior rótulos pintados a mano anuncian a los peluqueros, restaurantes y clínicas de la zona, y los vecinos renuevan las redes de su interdependencia social. A los japoneses les gusta decir que un hito importante para la verdadera confianza y amistad es “hadaka no tsukiai”—pasar tiempo juntos desnudos.
Hoy la mayoría de los residentes de Tokio se baña en solitario con agua procedente de los pantanos de montaña, calentada con gas natural que llega de Catar. Este avance en los servicios tiene un precio, pagado con el declive de comunidades locales fuertes y de un planeta sano.
La economía global funciona según principios sencillos: los actores económicos y los países enteros tienen que maximizar el valor añadido a la caza del beneficio y del crecimiento económico. Sumarse a este imperativo se vuelve cada vez más urgente con el enriquecimiento y el avance de una sociedad, simplemente porque debe crearse constantemente un valor cada vez más grande con el fin de mantener el crecimiento a pasos agigantados de una economía ya enorme.
Este proceso lleva poco a poco a simplificar y dejar fuera de juego muchas actividades en la sociedad que no son puramente económicas. Tenemos que producir y consumir cada vez más cosas para mantener la maquinaria en marcha, aunque esas cosas no contribuyan en absoluto a nuestra felicidad ni bienestar o que se produzcan a costa de las cosas que sí contribuyen a ello. Dicho de otro modo, el sistema exige más centros comerciales libres de impuestos y menos sento.
Hirawaka recuerda que el beneficio y la eficacia eran objetivos secundarios en la economía sento del pasado. La gente trabajaba no por razones de ganancia sino para tener un comercio estable y un objetivo social, reflejado en el orgullo con el que un propietario de una casa de baños cerrada recientemente fregaba metódicamente todas las superficies a mano durante horas a partir de la medianoche. Del mismo modo los residentes de la zona iban a las calles comerciales no simplemente a comprar cosas sino a reafirmar su presencia y su pertenencia a la comunidad.
Hirakawa cree necesario sopesar cómo podemos construir un sistema económico que no dependa del crecimiento ilimitado. No se puede retroceder el reloj de la economía global, con el flujo de bienes y capitales que dicta el mercado en todo el planeta en busca de beneficios, pero quizás se pueda atemperar su tendencia, y se pueda preservar el espacio y ampliarlo para que la gente viva una vida más humana.
Aun cuando la globalización continúa con rapidez, encuentro en Japón algunas razones para esperar que, al prosperar cada vez más y al ralentizarse el crecimiento, se desgaste el auge del consumismo y del individualismo y la gente está empezando a anhelar de nuevo los espacios y formas de vida similares a los sento. Hay un deseo latente de espacios intermedios —sento y lugares por el estilo— en el entorno privatizado y comercializado de la ciudad moderna, espacios que nos unan a los demás de maneras que van más allá del puro intercambio económico. En cierto sentido, la economía post-crecimiento del futuro podría parecerse a la economía del pasado: estaría más centrada en mantener las relaciones y bienestar sociales que en crear demanda de bienes aún más materiales.
Después de un fin de semana sorprendente en Hong Kong, repleto de experiencias nuevas, vistas exóticas —y, por supuesto, mucho tiempo recorriendo centros comerciales extrañamente familiares— aterricé de nuevo en Tokio unos días más tarde, poco antes de las 06:00 de la mañana y decidí hacer una parada breve de camino a casa. Ciertamente no hay nada mejor que suavizar la fatiga de un vuelo nocturno a través del océano que un baño lento y caliente.
Actualmente Sam Holden es un estudiante posgrado de los estudios urbanos en la Universidad de Tokyo. Un nativo de Denver, Colorado, estudió las relaciones internacionales y los estudios asiáticos en Pomona College. Escribe de vez en cuando sobre su vida y sus ideas en Medium (https://medium.com/@samjapn) y se encuentra en Twitter a la dirección @samjapn.
Ilustración por Alicia Brown
Fotografía por el autor